viernes, 18 de mayo de 2012

Rubén

Rubén mira por la ventana. Llueve a cántaros, la luna se oculta trás la espesa capa de oscuras nubes. Nunca ha visto llover de esa manera.
Rubén llora. Sus manos, apoyadas contra el frío cristal, le tiemblan ligeramente por los nervios. No sabe si hacerlo o no.
Rubén ríe. Rie entre lágrimas al verse inmerso en esa situación. Es como si desde fuera de su cuerpo pudiera observarse a si mismo y evaluar la penosa imagen que sus ojos ven. La triste y patética imagen que, apoyada contra el frío cristal de la séptima planta de aquel edificio de oficinas, se retuerce de remordimientos.
Rubén abre la ventana.
El agua entra en la habitación en forma de gruesas gotas que le mojan la camisa y la cara. Estas se entremezclan con las lágrimas que resbalan por sus mejillas. 
Rubén alza la vista hacía la tenebrosidad de un cielo negro, un cielo que amortigua el ensordecedor ruido de la ciudad, con sus atascos, gritos y almas vacías que buscan una salvación, una utopía.
Rubén sabe con certeza que sí, que es lo único que puede hacer. Pone un pie en el alfeizar de la ventana, se sube a él, sale a la estrecha cornisa de la séptima planta de aquel horroroso edificio de oficinas. 
Salta.
Rubén cae precipitadamente al vacio. Mientras lo hace, por unos segundos, llega a pensar. Piensa en todo el mal que la hizo... o mejor dicho, en todo el bien que no la hizo. 
Rubén se da cuenta. Ya antes lo había hecho, pero en ese instante, en ese preciso instante lo palpa en toda su plenitud, lo saborea en su paladar. La terrible y dolorosa verdad. Y entonces, justo antes de estrellarse contra el mojado pavimento de aquella agónica ciudad, comprende que debió haberla cuidado, como quien cuida cada día una frágil flor, regándola con mimo para que no se marchite.
Rubén descuidó aquella flor. La mató. Y esa flor escapó de la maceta en la que se vió presa, huyendo todo lo más lejos que pudo de él.
Rubén muere.
 


lunes, 14 de mayo de 2012

El pueblo de las palabras inventadas

Esta es la historía de un niño feliz. Un niño rubio que vivía en una granja a las afueras del pueblo. Se llamaba Jovian y era el niño más alegre de toda la región. Cuando salían los primeros rayos de sol por la mañana Jovian saltaba de su cama con las energías y alegría propias de un chaval de su edad, tendría unos 8 años, pero al oirle hablar esa sensación de alegría aumentaba considerablemente. Su voz llena de inocencia y entusiasmo resplandecía con cada palabra... cada palabra, ya fuese real o inventada. Porque lo que más le gustaba a Jovian, lo que más le apasionaba desde muy pequeñito era inventarse los nombres de las cosas que a su temprana edad aun no sabía reconocer. Le apasionaba tanto la vida en todos sus aspectos que no podía esperar a darle un nombre a todo aquello que escapaba a su razocinio. Necesitaba llamar a las cosas por alguna palabra y definirlas. Le encantaba hacerlo.
Por ejemplo, al musgo que crecía sobre las rocas en el Invierno lo llamó "verdículo". A la boina que los ancianos llevaban en la cabeza, como sabía perfectamente que no se trataba de un gorro normal y, por consiguiente, tendría un nombre específico la llamaba "tora" en relación, supongo, al color negro que poseían los toros de la pradera. A las bisagras de las puertas "corritas", a las amapolas silvestres "planjas", al pintalabios de su madre "guapador"... y así con un sin fín de objetos, animales o incluso personas que le gustaba nombrar.
Con el tiempo la gente del pueblo le había llegado a entender y muchas veces incluso podían seguirle una breve conversación a pesar de que él se inventase el 90% de las palabras. Les hacía muchísima gracia, la simpatía de Jovian era tan contagiosa que los más ancianos no recordaban un alma tan pura y encantadora pasearse jamás por las calles del pueblo.
Un día Jovian salió con los primeros rayos del sol a dar de comer a las vacas, correteando por el camino empedrado que llevaba desde la puerta de su casa hasta el establo. En la mano sostenía el cubo con el pienso para poner en los comederos y una sonrisa en el rostro que delataba su felicidad. Mientras daba de comer al ganado canturreaba una alegre canción habitual de las fiestas típicas de los pueblos. De repente algo le llamó la atención. ¿Un "garruejo" cantando sobre la rama de un árbol? ¿una "rida" floreciendo en el suelo? ¿su madre lavando una "rosula" en la fuente? no... Fue una niña tan rubia como él que pasó junto a la valla de la granja golpeándola con un palito. Era la cosa más hermosa que Jovian había visto. Nunca se la había encontrado por el pueblo. Debía de haberse mudado hacía poco. Tendría más o menos la misma edad que Jovian y la verdad es que, a parte de eso, también compartía una amplia sonrisa.
Jovian se quedó estupefacto, con los ojos como platos, observando como aquella niña saltaba juguetona tras la valla. De vez en cuando paraba en seco fijándose en el suelo y se agachaba a urgar algo con el palito. Puede que rebuscase en la entrada de un hormiguero... o un "patitarfo" como lo llamaba Jovian. Entonces este se acercó lentamente a la niña, con temor pero al mismo tiempo con unas ansias difíciles de explicar.
- Hola- la saludó desde el otro lado de la valla.
Ella se incorporó repentinamente y le miró sorprendida.
- ¿Eres de aquí?- preguntó Jovian.
- Sí.
La niña se quedó mirándole por unos instantes. En sus ojos se podía atisbar un ápice de simpatía por él pero basicamente lo que expresaban era rechazo... indiferencia hacia Jovian. Entonces, acto seguido, ella se dió la vuelta con aires de grandeza volteando su cabeza y haciendo que sus cabellos de oro describieran un arco de belleza sobre el fondo azul del cielo. La cosa más bonita que los infantiles ojos de un niño como él habían visto en su corta vida.
Ella comenzó a alejarse con paso firme de la valla por el camino de tierra. Jovían se quedó mudo... paralizado, sabiendo que no podía ni debía dejarla marchar sin antes saber algo más sobre ella.
- ¡Oye!- la gritó -¿Dónde vives?
La niña se giró y lo único que hizo fue responderle con una sonora pedorreta que salió de sus labios. A continuación se volvió a girar marchándose por donde había venido y trotando alegremente.
Jovían no entedía nada. Lo más que pudo hacer fue quedarse con cara de bobo contemplando como se perdía trás la curva del camino en dirección al pueblo. Entonces la madre de Jovían, que había salido a tender la ropa, se acercó a él por la espalda.
- ¿Que ocurre tesoro?- preguntó con dulzura.
- He visto a una niña nueva...
La madre se agachó hasta ponerse a la altura de sus inmensos ojos.
- ¿Y era de aquí?
- Si... Pero no sé donde vive- respondió Jovían con la cabeza gacha y un claro deje de pena en us palabras.
Su madre le levantó suavemente la barbilla.
- ¿Te pareció guapa Jovian?- le preguntó con una sonrisa.
Él, con la timidez propía de un niño respondió:
- Sí...
- No te preocupes mi amor- dijo su madre -si es del pueblo la verás tarde o temprano y podreis jugar juntos.
- Pero es muy raro... No sé que me pasó cuando la ví mamá.
La madre le miró tiernamente, mirando más allá de sus ojos, más profundo.
- Cariño... a lo que te ha pasado al ver a esa niña... es muy difícil ponerle nombre.