Rubén mira por la ventana. Llueve a cántaros, la luna se oculta trás la espesa capa de oscuras nubes. Nunca ha visto llover de esa manera.
Rubén llora. Sus manos, apoyadas contra el frío cristal, le tiemblan ligeramente por los nervios. No sabe si hacerlo o no.
Rubén ríe. Rie entre lágrimas al verse inmerso en esa situación. Es como si desde fuera de su cuerpo pudiera observarse a si mismo y evaluar la penosa imagen que sus ojos ven. La triste y patética imagen que, apoyada contra el frío cristal de la séptima planta de aquel edificio de oficinas, se retuerce de remordimientos.
Rubén abre la ventana.
El agua entra en la habitación en forma de gruesas gotas que le mojan la camisa y la cara. Estas se entremezclan con las lágrimas que resbalan por sus mejillas.
Rubén alza la vista hacía la tenebrosidad de un cielo negro, un cielo que amortigua el ensordecedor ruido de la ciudad, con sus atascos, gritos y almas vacías que buscan una salvación, una utopía.
Rubén sabe con certeza que sí, que es lo único que puede hacer. Pone un pie en el alfeizar de la ventana, se sube a él, sale a la estrecha cornisa de la séptima planta de aquel horroroso edificio de oficinas.
Salta.
Rubén cae precipitadamente al vacio. Mientras lo hace, por unos segundos, llega a pensar. Piensa en todo el mal que la hizo... o mejor dicho, en todo el bien que no la hizo.
Rubén se da cuenta. Ya antes lo había hecho, pero en ese instante, en ese preciso instante lo palpa en toda su plenitud, lo saborea en su paladar. La terrible y dolorosa verdad. Y entonces, justo antes de estrellarse contra el mojado pavimento de aquella agónica ciudad, comprende que debió haberla cuidado, como quien cuida cada día una frágil flor, regándola con mimo para que no se marchite.
Rubén descuidó aquella flor. La mató. Y esa flor escapó de la maceta en la que se vió presa, huyendo todo lo más lejos que pudo de él.
Rubén muere.
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