jueves, 22 de marzo de 2012

En el Café de Gran Vía

 

El café rebosaba de actividad a esas horas de la mañana: camareros ajetreados tirando cortados y con leche por doquier, el repartidor de bollería quejándose del tráfico de Gran Vía, miles de tintineos de cucharillas que ensordecían las palabras, la televisión del local con las primeras noticias del día... pero a pesar de ello, en un apartado rincón, en la solitaria mesa junto a la ventana, ellos eran invisibles, abstraídos en su animada conversación, ajenos a todo el bullicio que se desencadenaba a su alrededor.
-¡Ni soñarlo!, no pienso seguirte este absurdo juego- se quejaba ella mientras le observaba incómoda.
-Pero si solo se tratan de un par de frases...- decía él una y otra vez restándole importancia a lo que la sugería. –Solamente tienes que ponerte en situación, dejar que las escriba y tú expresarlas a los ojos del público con esa elegancia que tú solo tienes...
-¡No! y no, además, ¿quién te dice a ti que las vayan a captar con la atención que pretendes? tal vez solo quieran leer en mí algo banal, algo que no les haga pensar más de lo debido, algo que no les haga estrujarse el coco a estas horas en las que nadie, y repito, nadie, es persona.
Él la miro con dulzura acercándose más a ella al punto de casi rozarla, bajando la voz, hasta convertirla en casi un imperceptible susurro, insistiendo:
-No tienes porque tener miedo, ¿cuantas veces lo has hecho? la gente está más que acostumbrada a tenerte delante y comprobar con sus propios ojos todo lo que tienes que decirles... no se trata de... una obra como otra cualquiera, eso es cierto, pero sé que puedes hacerlo tan bien como sabes.
A punto estuvo ella de contestar cuando de pronto un plato irrumpió en la mesa cortando la conversación súbitamente. Delante de ellos un enorme croissant caliente se apetecía recién hecho. Haciendo caso omiso a la intrusión continuaron con su particular debate.
-¿Por qué tienes que escribirlas tú?- continuó ella.
-Pues... porque mi estilo, al igual que la tinta que emana de mí en cada frase que construyo son excelentes... eso ya lo sabes.
Dubitativa, ante los argumentos irrefutables que él la estaba exponiendo, cedió al fin con ligera resignación.
-Está bien... dejaré que me escribas esa frase, pero no te prometo que vaya a causar el efecto deseado ¿eh?...
Él sonrió satisfecho por la respuesta cuando de repente, al instante, una mano se aferró a su delgado cuerpo, le elevó unos centímetros y, posándole suavemente sobre la delicada anatomía de ella, escribió con letras grandes y sinuosas un sincero TE QUIERO. Lo más bonito que a esas horas de la mañana, entre el mundanal ruido, podía plasmar un simple bolígrafo sobre la servilleta de papel de un café cualquiera de Gran Vía.


Hugo Cotro
 

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