A las 02:00 de la madrugada la
calle se torna de un color frio, gris, sombrio y, en apariencia,
triste. La vitalidad que acoge en las horas diurnas se ve ahora
mermada y casi extinta por la intromisión absoluta de la oscuridad,
haciendo que la vida y su corriente inmparable de sonidos, colores y
sensaciones se refugie al calor de un hogar. Los que pueden en esas
horas conciliar el sueño se acomodan en sus camas mientras unos
pocos, tal vez más de los deseados, deben conformarse con la
precariedad de una simple caja de cartón, de esas enormes que se
usan para las mudanzas. O, con mucha suerte, del cobijo ofrecido por
algún albergue que a esas horas no esté abarrotado. Siempre y
cuando se acceda a contar con su ayuda, porque hay gente, personas
que tan reacias son a dejarse ayudar como a que las marquen con un
hierro candente en el brazo. Fermín se encontraba entre estas
últimas...
Él no entendía como algunos de
sus "compañeros" preferían degradarse y humillarse de tal
manera para conseguir un techo bajo el que descansar aquella noche.
Tal vez fuese una postura tremendamente extremesita y desmesurada
pero Fermín no concebía otra. Claro estaba que las numerosas ONGs
sin ánimo de lucro que participaban de esa manera ayudando a los más
"desfavorecidos" no tenían culpa de ello. Solamente
deseaban que los sin techo estuviesen más cómodos, más agusto...
pero, al fin al cabo, a la mañana siguiente, volverían a las calles
despertando así de aquella ensoñación que había sido el revivir
un pedacito de la acomodada vida que un día les fue arrebatada. Un
martirio que Fermín no estaba dispuesto a pasar por muchas veces que
los voluntarios quisiesen convencerle de lo contrario. Prefería mil
veces pasar penurias a la intemperie que rebajarse al cuidado
caritativo de un puñado de chavalines, sumado al riesgo que
conllevaba la difícil convivencia dentro de un albergue con el resto
de indigentes. No había noche en aquellos centros en los que faltase
una pelea por la litera de turno o por un plato de más que llevarse
a la boca
El egoismo del hombre estaba
siempre al acecho, incluso en tales condiciones de sensibilidad
exaltada en las que, por el contrario de lo que cabría esperar, esta
se alejaba por el umbral de la puerta dejando entrar al mismo tiempo
a la mediocridad más profunda del ser humano.
Fermín arrastraba los pies y el
alma por una húmeda acera del centro de Madrid al tiempo que
cabizbajo tarareaba una indescifrable canción. Posiblemente una de
esas que hacía unos años atrás les ayudó a él y a sus
"compañeros" a levantar el ánimo y ensalzar la esperanza
ante la opresión. Sus ropas, casi andrajos, retales de lo que fue un
grueso abrigo, cubrían su delgado cuerpo y la barba, ahora tan
espesa como los estancados ideales de algunos, se presentaba
desaliñada bajo unos pómulos prominentes. Unos ojos azules y
acusos, inmersos en el pasado, completaban el rostro de la desgana y
la falta de luz. Pero no por ello se veía desprovisto de ilusión y
entusiasmo en cada paso que daba, no, sus energías a veces se
basaban más en sus convicciones que en la escasa alimentación de su
dieta diaria. El empuje y arrojo, la definición como ciudadano tal y
como él la comprendía eran su sustento natural. Nunca se acostumbró
a la muerte de la conciencia. Desde aquel Mayo del 2011 la percepción
de la sociedad de la que él era partícipe cambió radicalmente, aun
cuando desde hacía bastante tiempo atrás se preveía lo que iba a
ocurrir. Eso le alimentaba lo suficiente otorgándole la fuerza
necesaria para sobrevivir y continuar luchando. Fermín se había
reconvertido a sí mismo desde aquellos días en el que el azul de
las lonas confería un aspecto mágico a la ciudad, ocultando el Sol
y paradójicamente aumentando su calor y simbología en la plaza que
durante tanto tiempo fue su hogar.
Se detuvo bajo una farola de la
calle De la Palma, junto a metro Tribunal. Apoyó su carro repleto de
enseres y recuerdos contra la pared y sacó un arrugado cigarrillo
del abrigo. Lo encendió con dificultad, pero lo encendió al fin y
al cabo. Nunca se daba por vencido. Una profunda calada ahogó sus
pulmones haciéndole toser con fuerza. Escupió. Y al inclinar la
cabeza lo vió. Tirado en el suelo, a sus pies había un pequeño
trozo de papel parcialmente destruido por las pisadas de la gente y
el tráfico de la ciudad. Fermín podría haberlo obviado de
inmediato pero hubo algo que le llamó la atención. Se agachó y lo
sostuvo entre sus escuálidas manos. Después lo giró varias veces
hasta encontrar el ángulo preciso que le ayudase a enteder lo que
rezaba:
"No somos mercancía en
manos de políticos y banqueros ¡Toma la calle!"
Y vaya si había tomado la
calle. Hasta el punto de convertirla en su cama, en su cuarto de
estar, en su voz, en su baño, su cocina, en su vida... En aquel
instante una oleada de recuerdos le inundó la mente. Flashes de una
época pasada que se reavivaron en su memoria.
Vio
manos, miles... millones de manos alzadas hacia el cielo de la
capital como símbolo de protesta. Agitándose al unísono con el
único propósito de hacer un "silencioso" estruendo que
fuera escuchado por todo el mundo. Cientos de personas relacionarse
entre si sumidas en un mar de plásticos y pancartas a lo que se le
llamó Acampada Sol. Un remanso de paz, de refugio y convivencia que
se levantó en pocos días por ciudadanos defraudados a causa de un
gobierno que no les representaba en absoluto, que no les escuchaba y
que incluso iba en contra de sus intereses. También vio logros,
derrotas, marcas sangrantes en las espaldas de sus "compañeros"
causadas, seguramente, por algun que otro porrazo de los
antidisturbios. Esos perros a las órdenes del estado carentes, en
apariencia, de todo civismo y ética moral. Vio lágrimas y
carcajadas, enormes corrillos de ciudadanos apostados en las plazas
de todo el país debatiendo y consensuando metas... metas que ahora a
Fermin se le antojaban meros espejismos. Vio miles de pancartas que
animaban a la revuelta popular y la esperanza... Vio...
Sacudió
enérgicamente la cabeza en un intento de evaporar aquellas imágenes.
Ya no creía en nada de aquello. El paso del tiempo había respondido
con una realidad tan cruda y abrumadora que era impensable darla la
espalda y hacer como si no existiese. Por mucho esfuerzo que se
ejerciera. A pesar de todos los intentos que realizó junto al resto
de la ciudadanía por cambiar... aunque solo fuera un ápice, el
sistema que oprimía al pueblo, todos fueron en valde. Fallidos,
erroneamente ejecutados, faltos de solidez, faltos de compromiso por
todos y todas. Equivocados. Nulos.
Se
dejó caer en el suelo con visibles síntomas de agotamiento.
Aun
con toda la tenazidad y decisión que le carcterizaban a la hora de
luchar por lo que siempre había creido, Fermín se sentía derrotado
por el sistema, al igual que todos los que en aquel Mayo del 2011 se
revelaron contra el capitalismo que regía y rige aun nuestras vidas.
Una
inmensa pena volvió a apagarle la mirada a la vez que las lágrimas
afloraban en sus retinas.
Se
sentía cansado, derrotado, hundido. Sentía desfallecer y ahora la
negatividad y la desazón le abrazaban fuertemente amenanzando con no
soltarle jamás...
De repente algo le sacó de
aquel pozo de amargura. Un sollozo no muy lejos de donde él se
encontraba se materializó en la fría atmósfera de la ciudad.
Parecía provenir de un callejón cercano y el tono de este no dejaba
lugar a dudas. Se trataba de una niña.
Fermín,
confundido, dudó por unos instantes en reaccionar. Pero en el fondo
él no era como esos lacayos fascistas que miraban solo por sus
intereses. Se levantó a los pocos segundos y aceleró el paso hacía
donde parecía venir el llanto. Continuó unos metros calle abajo
hasta toparse con una esquina que daba a parar a un oscuro callejón.
Se paró en seco a la entrada de este y siguió escuchando con
atención. El llanto se oía más cercano y Fermín se adentró sin
demora en la fría brecha que separaba a los dos grandes edificios.
Después de continuar unos pasos más, cautelosos, indecisos, pudo
vislumbrar a la niña. Estaba agazapada entre unas cajas de cartón y
un cubo de basura. Con la cabecita entre las rodillas y la espalda
apoyada contra la pared. Se acercó un poco más a ella.
-Eh... pequeña ¿estás bien?
No debería de tener ni 10 años
y su pelo era de un rubio casi platino que a la tenue luz de la luna
brillaba con viveza. Vestía un peto vaquero encima de una camiseta
de rayas rojas y verdes y dos trenzas minuciosamente elaboradas
descansaban sombre sus hombros. Alzo la vista hacia Fermín y dos
ojos marrones inundados por un océano de lágrimas le contemplaron
con asombro.
-¿Que... que quieres?- Preguntó
extrañada ella.
Fermín se quedó mudo.
-¿Has vuelto a por mi?-
Continuó la niña al ver que este no reaccionaba.-No... ¿que haces
aquí? ¿te has perdido?- Intervino él finalmente -¿Necesitas
ayuda?
La niña le contempló por un
momento con expresión incrédula y acto seguido le acarició la cara
con sus pequeñas manos. Se sorbió los mocos y contesto:
-Quien necesita ayuda eres tú
Fermín. Tú me has abandonado y por eso estoy aquí... perdida,
sola...
-¿Yo? ¿Cómo me conoces?
-Siempre he estado a tu lado. En
todos los momentos importantes de tu vida. Yo he sido tu guía cuando
lo has necesitado, quien te hizo abrir los ojos... Pero ahora...
ahora...- Y empezó a llorar desconsoladamente.
Fermín no comprendía nada de
aquello, solamente sabía que debía consolarla, apaciguar su pena
fuese la que fuese. La agarró suavemente por los hombros y la
estrechó con dulzura contra su pecho. El empape de sus lágrimas
traspasó su arrugada camisa llegando hasta su corazón. Ahí fue
cuando Fermín experimentó una extrañísima sensación, como si un
reconfortante calor le embriagara desde dentro.
Así
estuvieron durante unos tres minutos que a él se le hicieron días.
Los dos, agachados en un húmedo callejón de la capital, sin más
razón que la de encontrar una paz perdida. O al menos algo que les
acercase a ella con urgencia.
La
pequeña se separó delicadamente de él y le miró de nuevo a los
ojos. Esta vez una amplia sonrisa se dibujaba en el rostro de
porcelana que le contemplaba casi con admiración.
-Gracias- le dijo.
-¿Porque? ¿Qué he hecho?-
Preguntó Fermín más confundido aun si cabe.
-Por haber vuelto... por dejarme
seguir a tu lado.
-No... no entiendo...
La chiquilla se levantó de
improviso dejando al vagabundo a sus pies completamente atónito.
Entonces se giró y echó a correr callejón arriba al tiempo que sus
trenzas flotaban con gracia sobre sus hombros.
-¡Eh!¡Espera!- gritó Fermín
-¿¡Quién eres!?
La niña frenó su apresurada
marcha y volviéndose hacía él contestó con visible felicidad:
-Esperanza.
A continuación dobló la
esquina del callejón desapareciendo en un abrir y cerrar de ojos.
Fermín
lo comprendió todo al instante. Aquella niña, aquella frágil
criatura que se había cruzado en su camino era la fiel
representación de la fuerza que él creía haber perdido...
abandonado, dejado de lado, en el olvido. Era la materialización de
su subconsciente que le estaba gritando:
"¡Eh!¡No
desfallezcas!¡Continua la lucha!"
Era la respuesta. Era el futuro.
Era Sol. Era la voz. Los millones de gritos que nunca se habían
marchado de las calles. Era la democracia. La gente. Era su hambre.
Su dolor. Su energía. Era cada pancarta sujeta con firmeza por las
manos del pueblo. Cada acuerdo y cada discrepancia. Cada insulto y
cada alago. Era una cacerola. Una porra. Una flor. Era él. Era todos
nosotros.
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