martes, 3 de abril de 2012

JACOB

(Este relato lo escribí hace ya unos... 6 o 7 años. Es posible que encuentres alguna incoherencia narrativa debido a mi, por entonces, inmadura experiencia en el arte de escribir. Espero que lo disfrutes)



Aquello no era un mar, lo que antes rebosaba de vida y acogió en su momento una gran biodiversidad era ahora un cúmulo de líquidos con nombres impronunciables.
No había gaviotas, ni ningún animal que se le pareciese, ni una triste alga o medusa, como en su tiempo se llamaron, pululaban en esa masa acuosa... ya no era un mar.
Jacob seguía mirando desde su ojo de buey aquel cielo enrarecido que se tornaba rojo, y no por el atardecer que a esas horas invadía la atmósfera, si no por la inconfundible contaminación producida por las fábricas y los siglos de maltrato que había sufrido el planeta. Se preguntaba si alguna vez volvería a ser como sus abuelos le habían contado en sus historias antes de ser ejecutados, azul, apacible a la vista, cálido y no frío como el que ahora tenían sobre sus cabezas. Le gustaría verlo, aunque solo fuera instante y respirar ese aire tan puro que una vez hubo...

A sus 15 años Jacob había pasado de todo. El hambre que comenzó a extenderse por el mundo, acrecentado por la inexorable crisis económica global, la gran guerra contra los droides, perdida en apariencia, y lo peor hasta el momento, el régimen autoritario de Galemm, un dictador que aprobó las leyes de bio-robótica tan criticadas por la población condenando a la humanidad a una muerte lenta y agónica.
Cuando se levantaron contra nosotros, contra sus creadores, los droides ya constituían el 30% de la población, máquinas creadas con un solo fin: ayudar a hacer la vida más fácil a la gente. Más tarde les encontraron otras aplicaciones moralmente menos aceptables, aplicaciones militares. Les dotaron de mayor “inteligencia” para dar lo máximo en el campo de batalla y tomar, en cierto modo, decisiones de vital importancia en una guerra, como matar o ser piadosos con el enemigo en el caso de capturar rehenes. Terrible error.
Eso les llevó a adoptar su propia conducta contra nosotros, a tomarse la justicia por su mano sobre lo que estaba bien o mal decidiendo castigarnos por nuestra arrogancia y soberbia, por jugar a ser Dios, por, al fin y al cabo, crearles a ellos. Así comenzó la guerra, la auténtica y real guerra.
Galemm, ese ser despreciable que se autoproclamó dueño y señor de nuestras vidas, apoyado por la comunidad de los 9, nueve compañías bio-cibernéticas que en ese momento controlaban la economía mundial, adoptó a esas bestias de metal y carne como su refugio, su escudo protector ante una sociedad cada vez más enfurecida y dividida que pedía su cabeza. Y en medio de todo aquel caos estaba Jacob.
Él vivía junto a su padre en un ruinoso edificio de la ciudad de Tálires, una metrópolis construida a finales del 2041 por los mismos que crearon a los droides. Su padre, lisiado de una pierna por la guerra, apenas ya podía salir de la cama y valerse por si mismo, no solo por los achaques propios de su prematura vejez, si no también por lo defectuoso de su prótesis biomecánica que a duras penas cumplía con sus funciones.
Jacob tenía, en consecuencia, que salir un día si y otro también al desamparo de las calles en busca de recambios y medicamentos en el mercado clandestino que aliviaran las dolencias de su padre. Recordaba en esos momentos, en los que debía hacer frente al exterior, a su difunta madre. Ella murió en un atentado hacía ya 2 años. La fatalidad del destino quiso que un mártir se inmolara en el centro comercial donde ésta estaba de compras. “Malditos fanáticos...” pensaba en ocasiones Jacob, “si ese bastardo no estuviera ahí...” Ese era uno de los motivos, por no decir el principal, por el que Jacob deseaba con todas sus ansias luchar contra el poder de Galemm, con toda su alma, para evitar más actos suicidas, para “liberar” a unos ciudadanos corrompidos por el miedo y la desesperación, para volver a pasear con su padre por la calle sin temor alguno. Solo pedía eso.
-He de ir a por víveres...- susurró Jacob al oído de su padre mientras este descansaba en la cama.
-De acuerdo hijo, ten cuidado ahí fuera, ya sabes... evita la calle 23 en todo lo posible.
-No te preocupes, estaré aquí en cuanto menos te lo esperes- contestó mientras cerraba tras de si la compuerta del ascensor.
Los pisos iban pasando en el pequeño contador digital a una velocidad de vértigo, otra cosa no, pero en tecnología y robótica si que había invertido bien el gobierno.
Ya en el exterior solo unos pequeños robots de limpieza y algún que otro vagabundo se dejaban ver por la calle. A esas horas de la mañana, entre los tres grados bajo cero que hacía y lo cautelosa que era la población, poco ser vivo te podías encontrar.
Jacob atravesó la calle hasta la otra acera. Vestía su chándal gris de lIcra con refuerzos en las espinillas y el pecho, su brazalete de comunicación en el brazo derecho, con su reloj GPS y demás artilugios que por suerte, o estupidez, robó a un soldado hacía unos meses y lo más importante, una cápsula de regeneración atada al cuello por una cadena de plata, un pequeño fármaco inventado por uno de los 9, de un solo uso, pero con la capacidad de curar cualquier tipo de herida en unos segundos, por muy grave que esta fuera. También, por supuesto, robada al mismo soldado.
La tienda de Arthur, el comerciante amigo de su padre, se escondía en un estrecho callejón a un par de manzanas. Al igual que ellos, era un “insurgente”, apodo que puso el gobierno de Galemm a todo aquel que no acataba las leyes. Arthur era un hombre afable y sabio pero duro como una roca de Qualium, mineral extraído de las entrañas del vecino Marte. Durante años les había provisto a su padre y a él de todo lo que podía tener en su pequeña tienda, desde alimentos, pasando por ungüentos de todo tipo hasta recambios de piezas biomecánicas.
Jacob apartó la tapa de la alcantarilla sin apenas esfuerzo, ya estaba más que acostumbrado al peso de esa losa de metal cada vez que tenía que atravesar los suburbios. Bajó la escalinata y llegó al conducto. Un pestilente aroma inundaba la tubería, las cucarachas, únicos animales supervivientes a la guerra nuclear a parte de los que fueron llevados a los búnkeres, andaban a sus anchas por todos lados. La oscuridad no era total, una tenue luz azulada recorría el inmenso tubo, procedente de las demás alcantarillas que daban a la calle, por lo que Jacob no tenía ninguna dificultad en recorrerlo. Fue entonces cuando algo le sobresaltó. Afuera, en el exterior, se oían gritos y carreras, estruendos acompañados del sonido de cristales rotos... algo grave ocurría.
La revuelta, una más de tantas, había comenzado.
Asomando con extrema precaución la cabeza por una de las alcantarillas, Jacob vio lo que estaba ocurriendo. Droides armados salían de todos los rincones atacando a los insurgentes. Esas máquinas, sin compasión alguna, aniquilaban a todo aquel que se interpusiera en su camino acribillándole con dos potentes ametralladoras Gatling adosadas a los brazos. Los droides median aproximadamente 2 metros y medio, aparentemente humanos, estaban revestidos con una capa de carne y piel cultivada durante años en laboratorios, recordando a los robots que, según le contó a Jacob su abuelo, aparecían en aquella mítica película llamada Terminator. Ahora el cine no era más que una anécdota que recordar.
Gente moría, la sangre salpicaba el pavimento y un hombre, de mediana edad, cayó frente a los ojos llorosos de Jacob, con la mirada nublada, perdida, turbia... este le miró moribundo susurrándole con agonía:
-Huye...
Jacob, asustado, volvió a meterse rápidamente en su escondrijo, en su madriguera, y empezó a correr sin parar por el conducto con el agua hasta las rodillas. De pronto, recorridos unos 20 metros, escuchó como algo se precipitaba detrás suya. El ruido del peso al chocar con el agua no dejaba lugar a dudas, le habían visto y ahora los droides iban tras él.

-Insurgente detente... insurgente detente- repetía una voz metálica y amenazante que a cada paso se aproximaba más.
Escaló a toda prisa una nueva escalera tropezándose con sus propios pies. Jacob, presa del pánico y el terror, consiguió desplazar la tapa de alcantarillado con mucho menos esfuerzo de lo habitual, no sabía si por los nervios o porque sus músculos tenían ya la fuerza propia de en lo que se había convertido. En un verdadero hombre.
Salió. Una fina lluvia caía en ese momento sobre Tálires. A lo lejos las explosiones y los gritos aun se oían, a veces apagados por el estruendo de los pálpitos de su corazón.
Miró a su alrededor. Pintadas en las paredes contra Galemm y todo lo que representaba estaban por todas partes y un denso aroma a humo y muerte se extendía hasta donde llegaba su olfato. Jacob entonces percibió que los droides ya no le perseguían, habían cesado, al parecer, en su caza. Alzó la mirada agotado y fue entonces cuando se le heló la sangre. En una esquina, una placa de hierro corroída por el paso del tiempo, anunciaba que se encontraba en la calle 23.
¿Qué iba a hacer? ¿Cómo escapar de aquella trampa en la que él mismo había caído? Jacob comprendía ahora porque los droides habían abandonado la persecución, le habían conducido justo a donde ellos querían. Al mismísimo corazón de Cyberius, la sede central y armamentística de los droides, donde se creaban, se organizaban y se activaban para su uso.
Pálido por el miedo, Jacob giró nervioso a su alrededor buscando escapatoria. Solo una larga y solitaria calle 23 se hacía eterna frente a él. Descomunales edificios de acero y cristal negro flanqueaban las aceras y al fondo, como surgida de lo más profundo del infierno, se alzaba la torre Cyberius.
Entonces una ráfaga de disparos procedentes de la alcantarilla de la que acababa de salir le hizo despertar momentáneamente de esa pesadilla. Los droides ya estaban ahí. Comenzó a correr como alma que lleva el diablo en dirección a la torre. Le ardía el pecho y las piernas, su mente, absorta en sobrevivir, le nublaba la vista, pero no era suficiente motivo para frenar. Justo antes de entrar por aquella puerta de acero, de la que tuvo que tirar al punto de casi romperse los brazos, sintió aquel agudo y penetrante dolor en la pierna. Le habían alcanzado.
La sangre brotaba como un manantial de su muslo, entró arrastrándose como pudo y se dejó caer detrás de unos grandes barriles llenos de Qualium. Miró tras de si. Ningún cacharro de esos atravesaba el umbral de la puerta. Aparentemente se habían ido. Jacob se dio cuenta de que se encontraba en el almacén de producción, entonces se arrancó con un fuerte tirón la cápsula del cuello y partiéndola en dos bebió el líquido de su interior. Al instante, pasados unos segundos, la espantosa herida empezó a cerrase ante sus ojos. Se incorporó con dificultad, aún le dolía, pero anduvo a duras penas hasta otra puerta que había al final de la sala. Un inquietante silencio se cernía sobre él aunque al otro lado voces de personas se oían, como de científicos manipulando máquinas. Entreabrió un poco la pesada puerta y por la rendija que dejó comprobó atónito como construían a los droides, ensamblando las extremidades con enormes brazos mecánicos... “robots creando robots” se dijo irónicamente para sus adentros Jacob. Entonces hubo algo que le llamó enormemente la atención. Un tanque que contenía el tan preciado Qualium, pero en estado líquido. Recordó entonces las enseñanzas de su padre, éste le dijo un día que nunca, bajo ningún concepto, se acercara a dicho mineral en tal estado ya que era extremadamente inflamable, que podía desencadenar una explosión de medidas descomunales. Aquel tanque tenía el tamaño de una piscina.
No dudo. Vio la oportunidad que tanto había esperado. Cogió su brazalete y programó su temperatura, la cual ayudaba en los gélidos días de invierno para calentar el cuerpo, al máximo posible. Cogió carrerilla y con todas sus fuerzas lo lanzó al gran depósito acertando de pleno en el interior del peligroso Qualium.
Corrió y corrió, hasta que alcanzó la salida por donde le estaban esperando la pareja de droides que antes le persiguieron. Estos, apuntándole con sus armas no pudieron más que desintegrarse en un abrir y cerrar de ojos por la onda expansiva que provocó la gigantesca explosión. La torre Cyberius se quebró, los cimientos cedieron y cayó con todo su peso arrastrando a todo aquel que estuviera en su interior a una muerte segura.

Han pasado 2 años desde aquello. El impredecible destino quiso que en su día la madre de Jacob muriera en el atentado al centro comercial y el impredecible destino, esta vez, había puesto un bloque de titanio desprendido de la torre entre Jacob y la gran explosión de Cyberius salvándole, a duras penas, la vida. Ahora su padre y él compartían algo más en común, una sofisticada prótesis biomecánica en la pierna.
El régimen de Galemm, a raíz de ese día, se vio tan enormemente debilitado que miles de personas pudieron abandonar Tálires en busca de una nueva vida.
Jacob contemplaba, con la nariz pegada al ojo de buey, aquella masa acuosa mientras dejaba la costa atrás.
Con la mirada perdida en un tiempo pasado, con el corazón en un puño... pensando que aquello no era un mar.


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