(Este relato lo escribí hace ya unos... 6 o 7 años. Es posible que encuentres alguna incoherencia narrativa debido a mi, por entonces, inmadura experiencia en el arte de escribir. Espero que lo disfrutes)
Aquello
no era un mar, lo que antes rebosaba de vida y acogió en su momento
una gran biodiversidad era ahora un cúmulo de líquidos con nombres
impronunciables.
No
había gaviotas, ni ningún animal que se le pareciese, ni una triste
alga o medusa, como en su tiempo se llamaron, pululaban en esa masa
acuosa... ya no era un mar.
Jacob
seguía mirando desde su ojo de buey aquel cielo enrarecido que se
tornaba rojo, y no por el atardecer que a esas horas invadía la
atmósfera, si no por la inconfundible contaminación producida por
las fábricas y los siglos de maltrato que había sufrido el planeta.
Se preguntaba si alguna vez volvería a ser como sus abuelos le
habían contado en sus historias antes de ser ejecutados, azul,
apacible a la vista, cálido y no frío como el que ahora tenían
sobre sus cabezas. Le gustaría verlo, aunque solo fuera instante y
respirar ese aire tan puro que una vez hubo...
Cuando
se levantaron contra nosotros, contra sus creadores, los droides ya
constituían el 30% de la población, máquinas creadas con un solo
fin: ayudar a hacer la vida más fácil a la gente. Más tarde les
encontraron otras aplicaciones moralmente menos aceptables,
aplicaciones militares. Les dotaron de mayor “inteligencia” para
dar lo máximo en el campo de batalla y tomar, en cierto modo,
decisiones de vital importancia en una guerra, como matar o ser
piadosos con el enemigo en el caso de capturar rehenes. Terrible
error.
Eso
les llevó a adoptar su propia conducta contra nosotros, a tomarse la
justicia por su mano sobre lo que estaba bien o mal decidiendo
castigarnos por nuestra arrogancia y soberbia, por jugar a ser Dios,
por, al fin y al cabo, crearles a ellos. Así comenzó la guerra, la
auténtica y real guerra.
Galemm,
ese ser despreciable que se autoproclamó dueño y señor de nuestras
vidas, apoyado por la comunidad de los 9, nueve compañías
bio-cibernéticas que en ese momento controlaban la economía
mundial, adoptó a esas bestias de metal y carne como su refugio, su
escudo protector ante una sociedad cada vez más enfurecida y
dividida que pedía su cabeza. Y en medio de todo aquel caos estaba
Jacob.
Él
vivía junto a su padre en un ruinoso edificio de la ciudad de
Tálires, una metrópolis construida a finales del 2041 por los
mismos que crearon a los droides. Su padre, lisiado de una pierna por
la guerra, apenas ya podía salir de la cama y valerse por si mismo,
no solo por los achaques propios de su prematura vejez, si no también
por lo defectuoso de su prótesis biomecánica que a duras penas
cumplía con sus funciones.
Jacob
tenía, en consecuencia, que salir un día si y otro también al
desamparo de las calles en busca de recambios y medicamentos en el
mercado clandestino que aliviaran las dolencias de su padre.
Recordaba en esos momentos, en los que debía hacer frente al
exterior, a su difunta madre. Ella murió en un atentado hacía ya 2
años. La fatalidad del destino quiso que un mártir se inmolara en
el centro comercial donde ésta estaba de compras. “Malditos
fanáticos...”
pensaba en ocasiones Jacob, “si
ese bastardo no estuviera ahí...”
Ese era uno de los motivos, por no decir el principal, por el que
Jacob deseaba con todas sus ansias luchar contra el poder de Galemm,
con toda su alma, para evitar más actos suicidas, para “liberar”
a unos ciudadanos corrompidos por el miedo y la desesperación, para
volver a pasear con su padre por la calle sin temor alguno. Solo
pedía eso.
-He
de ir a por víveres...- susurró Jacob al oído de su padre mientras
este descansaba en la cama.
-De
acuerdo hijo, ten cuidado ahí fuera, ya sabes... evita la calle 23
en todo lo posible.
-No
te preocupes, estaré aquí en cuanto menos te lo esperes- contestó
mientras cerraba tras de si la compuerta del ascensor.
Los
pisos iban pasando en el pequeño contador digital a una velocidad de
vértigo, otra cosa no, pero en tecnología y robótica si que había
invertido bien el gobierno.
Ya
en el exterior solo unos pequeños robots de limpieza y algún que
otro vagabundo se dejaban ver por la calle. A esas horas de la
mañana, entre los tres grados bajo cero que hacía y lo cautelosa
que era la población, poco ser vivo te podías encontrar.
Jacob
atravesó la calle hasta la otra acera. Vestía su chándal gris de
lIcra con refuerzos en las espinillas y el pecho, su brazalete de
comunicación en el brazo derecho, con su reloj GPS y demás
artilugios que por suerte, o estupidez, robó a un soldado hacía
unos meses y lo más importante, una cápsula de regeneración atada
al cuello por una cadena de plata, un pequeño fármaco inventado por
uno de los 9, de un solo uso, pero con la capacidad de curar
cualquier tipo de herida en unos segundos, por muy grave que esta
fuera. También, por supuesto, robada al mismo soldado.
La
tienda de Arthur, el comerciante amigo de su padre, se escondía en
un estrecho callejón a un par de manzanas. Al igual que ellos, era
un “insurgente”, apodo que puso el gobierno de Galemm a todo
aquel que no acataba las leyes. Arthur era un hombre afable y sabio
pero duro como una roca de Qualium, mineral extraído de las entrañas
del vecino Marte. Durante años les había provisto a su padre y a él
de todo lo que podía tener en su pequeña tienda, desde alimentos,
pasando por ungüentos de todo tipo hasta recambios de piezas
biomecánicas.
Jacob
apartó la tapa de la alcantarilla sin apenas esfuerzo, ya estaba más
que acostumbrado al peso de esa losa de metal cada vez que tenía que
atravesar los suburbios. Bajó la escalinata y llegó al conducto. Un
pestilente aroma inundaba la tubería, las cucarachas, únicos
animales supervivientes a la guerra nuclear a parte de los que fueron
llevados a los búnkeres, andaban a sus anchas por todos lados. La
oscuridad no era total, una tenue luz azulada recorría el inmenso
tubo, procedente de las demás alcantarillas que daban a la calle,
por lo que Jacob no tenía ninguna dificultad en recorrerlo. Fue
entonces cuando algo le sobresaltó. Afuera, en el exterior, se oían
gritos y carreras, estruendos acompañados del sonido de cristales
rotos... algo grave ocurría.
La
revuelta, una más de tantas, había comenzado.
Asomando
con extrema precaución la cabeza por una de las alcantarillas, Jacob
vio lo que estaba ocurriendo. Droides armados salían de todos los
rincones atacando a los insurgentes. Esas máquinas, sin compasión
alguna, aniquilaban a todo aquel que se interpusiera en su camino
acribillándole con dos potentes ametralladoras Gatling adosadas a
los brazos. Los droides median aproximadamente 2 metros y medio,
aparentemente humanos, estaban revestidos con una capa de carne y
piel cultivada durante años en laboratorios, recordando a los robots
que, según le contó a Jacob su abuelo, aparecían en aquella mítica
película llamada Terminator.
Ahora el cine no era más que una anécdota que recordar.
Gente
moría, la sangre salpicaba el pavimento y un hombre, de mediana
edad, cayó frente a los ojos llorosos de Jacob, con la mirada
nublada, perdida, turbia... este le miró moribundo susurrándole con
agonía:
-Huye...
Jacob,
asustado, volvió a meterse rápidamente en su escondrijo, en su
madriguera, y empezó a correr sin parar por el conducto con el agua
hasta las rodillas. De pronto, recorridos unos 20 metros, escuchó
como algo se precipitaba detrás suya. El ruido del peso al chocar
con el agua no dejaba lugar a dudas, le habían visto y ahora los
droides iban tras él.
-Insurgente
detente... insurgente detente- repetía una voz metálica y
amenazante que a cada paso se aproximaba más.
Escaló
a toda prisa una nueva escalera tropezándose con sus propios pies.
Jacob, presa del pánico y el terror, consiguió desplazar la tapa de
alcantarillado con mucho menos esfuerzo de lo habitual, no sabía si
por los nervios o porque sus músculos tenían ya la fuerza propia de
en lo que se había convertido. En un verdadero hombre.
Salió.
Una fina lluvia caía en ese momento sobre Tálires. A lo lejos las
explosiones y los gritos aun se oían, a veces apagados por el
estruendo de los pálpitos de su corazón.
Miró
a su alrededor. Pintadas en las paredes contra Galemm y todo lo que
representaba estaban por todas partes y un denso aroma a humo y
muerte se extendía hasta donde llegaba su olfato. Jacob entonces
percibió que los droides ya no le perseguían, habían cesado, al
parecer, en su caza. Alzó la mirada agotado y fue entonces cuando se
le heló la sangre. En una esquina, una placa de hierro corroída por
el paso del tiempo, anunciaba que se encontraba en la calle 23.
¿Qué
iba a hacer? ¿Cómo escapar de aquella trampa en la que él mismo
había caído? Jacob comprendía ahora porque los droides habían
abandonado la persecución, le habían conducido justo a donde ellos
querían. Al mismísimo corazón de Cyberius, la sede central y
armamentística de los droides, donde se creaban, se organizaban y se
activaban para su uso.
Pálido
por el miedo, Jacob giró nervioso a su alrededor buscando
escapatoria. Solo una larga y solitaria calle 23 se hacía eterna
frente a él. Descomunales edificios de acero y cristal negro
flanqueaban las aceras y al fondo, como surgida de lo más profundo
del infierno, se alzaba la torre Cyberius.
Entonces
una ráfaga de disparos procedentes de la alcantarilla de la que
acababa de salir le hizo despertar momentáneamente de esa pesadilla.
Los droides ya estaban ahí. Comenzó a correr como alma que lleva el
diablo en dirección a la torre. Le ardía el pecho y las piernas, su
mente, absorta en sobrevivir, le nublaba la vista, pero no era
suficiente motivo para frenar. Justo antes de entrar por aquella
puerta de acero, de la que tuvo que tirar al punto de casi romperse
los brazos, sintió aquel agudo y penetrante dolor en la pierna. Le
habían alcanzado.
La
sangre brotaba como un manantial de su muslo, entró arrastrándose
como pudo y se dejó caer detrás de unos grandes barriles llenos de
Qualium. Miró tras de si. Ningún cacharro de esos atravesaba el
umbral de la puerta. Aparentemente se habían ido. Jacob se dio
cuenta de que se encontraba en el almacén de producción, entonces
se arrancó con un fuerte tirón la cápsula del cuello y partiéndola
en dos bebió el líquido de su interior. Al instante, pasados unos
segundos, la espantosa herida empezó a cerrase ante sus ojos. Se
incorporó con dificultad, aún le dolía, pero anduvo a duras penas
hasta otra puerta que había al final de la sala. Un inquietante
silencio se cernía sobre él aunque al otro lado voces de personas
se oían, como de científicos manipulando máquinas. Entreabrió un
poco la pesada puerta y por la rendija que dejó comprobó atónito
como construían a los droides, ensamblando las extremidades con
enormes brazos mecánicos... “robots
creando robots” se
dijo irónicamente para sus adentros Jacob. Entonces hubo algo que le
llamó enormemente la atención. Un tanque que contenía el tan
preciado Qualium, pero en estado líquido. Recordó entonces las
enseñanzas de su padre, éste le dijo un día que nunca, bajo ningún
concepto, se acercara a dicho mineral en tal estado ya que era
extremadamente inflamable, que podía desencadenar una explosión de
medidas descomunales. Aquel tanque tenía el tamaño de una piscina.
No
dudo. Vio la oportunidad que tanto había esperado. Cogió su
brazalete y programó su temperatura, la cual ayudaba en los gélidos
días de invierno para calentar el cuerpo, al máximo posible. Cogió
carrerilla y con todas sus fuerzas lo lanzó al gran depósito
acertando de pleno en el interior del peligroso Qualium.
Corrió
y corrió, hasta que alcanzó la salida por donde le estaban
esperando la pareja de droides que antes le persiguieron. Estos,
apuntándole con sus armas no pudieron más que desintegrarse en un
abrir y cerrar de ojos por la onda expansiva que provocó la
gigantesca explosión. La torre Cyberius se quebró, los cimientos
cedieron y cayó con todo su peso arrastrando a todo aquel que
estuviera en su interior a una muerte segura.
Han
pasado 2 años desde aquello. El impredecible destino quiso que en su
día la madre de Jacob muriera en el atentado al centro comercial y
el impredecible destino, esta vez, había puesto un bloque de titanio
desprendido de la torre entre Jacob y la gran explosión de Cyberius
salvándole, a duras penas, la vida. Ahora su padre y él compartían
algo más en común, una sofisticada prótesis biomecánica en la
pierna.
El
régimen de Galemm, a raíz de ese día, se vio tan enormemente
debilitado que miles de personas pudieron abandonar Tálires en busca
de una nueva vida.
Jacob
contemplaba, con la nariz pegada al ojo de buey, aquella masa acuosa
mientras dejaba la costa atrás.
Con
la mirada perdida en un tiempo pasado, con el corazón en un puño...
pensando que aquello no era un mar.
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